Si Dios existe como existen las cosas, entonces Dios no existe

Leonardo Boff*

“Dios no existe”, estimaba el físico y  astrónomo Stephen Hawking,  que murió en marzo de 2018. Responderé  con un filósofo y teólogo medieval, de los más perspicaces, hasta el punto de ser llamado “doctor sutil”, el franciscano escocés Duns Scoto (1266-1308): “Si Dios existe como existen las cosas, entonces Dios no existe”.

Ambos, Hawking y Scoto, tienen razón. El famoso físico e identificador de los “agujeros negros” se mueve dentro de la burbuja de la física, de aquello  que puede ser medido, calculado y hecho objeto de experimentación empírica. Buscar a Dios dentro de este paradigma significa no poder encontrar a Dios porque Dios no es una cosa, con las características de las cosas, por minúsculas que sean (un topquark, el bosón de Higgs) o por mayores que se presenten como el conglomerado de galaxias, de tamaño incalculable. Lo máximo que la razón podría decir es que Dios es el “Ser que hace ser  todas las cosas”, no siendo una cosa.

Así pues, desde la física, es válida la afirmación de que “Dios, de hecho, no existe”. El no cabe dentro de la física por que no es una realidad física.Solo que la física no es la única ventana de acceso a lo real.

Hay otras realidades que, por no ser físicas, no dejan de ser realidades. Así una lombriz jamás entenderá una música de Vila Lobos, ni el  coronavirus sabrá apreciar un cuadro de Tarcila. Son realidades de naturaleza diferente.

Duns Scoto tiene también razón porque al referirnos a Dios, sostiene él, estamos pensando en una Realidad Última que trasciende todos los límites de la física, del espacio y del tiempo o de cualquier otra forma de conocimiento. Es el Innombrable, y el Inefable, Aquel que no cabe en ningún lenguaje, ni en ningún diccionario.  Dios no es un hecho de la realidad  palpable que puede ser captada y dicha. Por su naturaleza Él está mas allá de los hechos. Él es Aquel ante el cual debemos, reverentemente, callar, expresando el Noble Silencio. Esa es la verdadera posición del pensamiento radical que se expresa por la filosofía y por la teología, tan bien elaborado en los escritos de Duns Scoto. Remarcando: Él es el Misterio que trasciende cualquier realidad dada, medible o captable por el ser humano. Quien vio claro eso fue el  filósofo vienés  Ludwig Wittgenstein (1889-1951) en su famoso Tractatus Logico-philosophicus (1921) al decir: “La ciencia estudia  cómo es el mundo; el místico se admira de que el mundo sea. Seguramente existe lo Inefable. Eso se muestra, es lo   místico… Sobre aquello que no podemos hablar, debemos callar” (aforismo 6.522).

Aquí resuena la frase famosa de Gottfried  Leibniz (1646-1716): “¿por qué existe el ser y no la nada?”  A esta pregunta no cabe respuesta: es el Misterio del ser frente a la nada. Ante el  Misterio del ser se debe callar antes que hablar, porque todo lo que digamos queda más acá del  Misterio que es Inefable e Inexpresable y ya supone que estamos en el ser.

Pero no estando en el horizonte de las cosas, Dios sin embargo está en el horizonte del sentido. Por eso afirma Wittgenstein: “Creer en un Dios significa comprender la cuestión del sentido de la vida. Creer en un Dios significa percibir que no todo está decidido con los hechos del mundo. Creer en Dios significa percibir que la vida tiene un  sentido” (Id.ibd).

Pero volvamos a Hawking: todos los grandes científicos empezando por Newton que introdujo el matematismo en la naturaleza, pasando por Einstein y otros, llegando al genial inglés, buscaban una fórmula que explicase toda la realidad. El intento era una “Teoría del Todo” (TOE en inglés: Theory of Everything) llamada también  “Teoría de la Gran Unificación” (TGU).

Hay dos libros clásicos que resumen los  encuentros y desencuentros de esta magna cuestión: John B.Barrow, Teorías del Todo: la búsqueda de la explicación final (Zahar 1994) y el de Abdus Salam, Werner Heisenberg, Paul Dirac, La unificación de las fuerzas fundamentales: el gran desafío de la física contemporánea (Zahar 1994). Todos acaban reconociendo el fracaso de ese intento. En la expresión de John Barrow: “Toda la vida cotidiana, lo que mueve a los seres humanos en su búsqueda de felicidad y en su tragedia, no caben  en la concepción del “Todo”.

El último a reasumir esta cuestión fue justamente  Stephen Hawking en su famoso  libro Breve historia del tiempo (Ediouro 2005). Lo intentó de todas las formas. Al final reconoció la imposibilidad afirmando: “Si realmente descubrimos una teoría completa, sus principios generales deberán a su debido tiempo ser comprensibles por todos, y no sólo por unos pocos científicos.  Entonces, todos nosotros, filósofos, científicos y simples personas comunes, seremos capaces de participar en la discusión de por qué nosotros y el universo existimos. Si encontrásemos una respuesta a esta pregunta, sería el triunfo último de la razón humana porque entonces conoceríamos la mente de Dios” (Uma breve história do tempo, p. 145). Se refiere a Dios y a su mente oculta. Ese Dios-Misterio se encuentra en la raíz de todas las existencias, sustentándolas y haciéndolas continuamente subsistir, pero siempre oculto a la vista humana. Por eso las Escrituras judeocristianas afirman: “Dios habita en una luz inaccesible que ningún ser humano vio ni puede ver” (1Tim 6,16; Sal 104,2; Ex 33,20; Jn,1,18;  1Jn 4,12).

Entonces cabe, realmente, concluir: si Dios existe como existen las cosas, entonces Él no existe”. Más allá de las cosas, Él existe, con  una naturaleza distinta a la de las cosas, como Aquel que sacó todo de la nada y  continuamente subyace a todo lo que existe y podrá existir.

*Leonardo Boff es filósofo, teólogo y ha escrito: Experimentar a Dios hoy: la transparencia de todas las cosas, Sal Terrae 2003; Tiempo de transcendencia, Sal Terrae 2007.

Traducción de María José Gavito Milano

Cómo surge Dios dentro de la nueva visión del universo

Leonardo Boff*

Esta cuestión de Dios dentro de la moderna visión del mundo (cosmogénesis) surge cuando nos interrogamos: ¿qué había antes de antes y antes del big-bang? ¿Quién dio el impulso inicial para que apareciese aquel puntito, menor que la cabeza de un alfiler que después explotó? ¿Quién sustenta el universo como un todo para que siga existiendo y expandiéndose así  como cada uno de los seres que existen en él, ser humano incluido? 

¿La nada? Pero de la nada nunca sale nada. Si a pesar de eso aparecieron seres es señal de que Alguien o Algo los llamó a la existencia y los sustenta permanentemente. 

Lo que podemos decir sensatamente, antes de formular inmediatamente una respuesta teológica, es: antes del big bang existía lo Incognoscible y estaba en vigor el Misterio. Sobre el Misterio y lo Incognoscible, por definición, nada puede decirse literalmente. Por su naturaleza, el Misterio y lo Incognoscible son anteriores a las palabras, a la energía, a la materia, al espacio, al tiempo y al pensamiento.

Pues bien, sucede que el Misterio y lo Incognoscible son precisamente los nombres con los que las religiones, incluido el judeocristianismo, designan a Dios. Dios es siempre Misterio e Incognoscible. Ante Él, vale más el silencio que las palabras. Sin embargo, puede ser intuido por la razón reverente y sentido por el corazón inflamado. Siguiendo a Pascal, yo diría: creer en Dios no es pensar a Dios, sino sentirlo desde la totalidad de nuestro ser. Él emerge como una Presencia que llena el universo, se muestra como entusiasmo (en griego: tener un Dios dentro) dentro de nosotros y hace surgir en nosotros el sentimiento de grandeza, de majestad, de respeto y de veneración.

Esta percepción es típica de los seres humanos. Es innegable, poco importa que sea religioso o no.

Situados entre el cielo y la tierra, al mirar los millares de estrellas, contenemos la respiración y nos llenamos de reverencia. Y surgen naturalmente las preguntas:

¿Quién hizo todo esto? ¿Quién se esconde detrás de la Vía Láctea y dirige la expansión aún en curso del universo? En nuestros despachos refrigerados o entre las cuatro paredes blancas de un aula o en un círculo de conversación informal, podemos decir cualquier cosa y dudar de todo. Pero inmersos en la complejidad de la naturaleza e imbuidos de su belleza, no podemos permanecer callados. Es imposible despreciar el irrumpir de la aurora, permanecer indiferente ante el brotar de una flor o no contemplar con asombro a un recién nacido. Cada vez que nace un niño nos convence de que Dios sigue creyendo en la humanidad. Casi espontáneamente decimos: es Dios quien puso todo en movimiento y es Dios quien lo sostiene todo. Él es la Fuente originaria y el Abismo que todo alimenta, como dicen algunos cosmólogos. Yo diría: Él es el Ser que hace ser a todos los seres.

Al mismo tiempo surge otra pregunta importante: ¿por qué existe exactamente este universo y no otro y por qué nosotros hemos sido puestos en él? ¿Qué quiso expresar Dios con la creación? Responder a esta pregunta no es sólo una preocupación de la conciencia religiosa, sino de la ciencia misma. 

Como dice Stephen Hawking, uno de los más grandes físicos y matemáticos, en su conocido libro Breve historia del tiempo (1992): «Si encontramos la respuesta a por qué existimos nosotros y el universo, tendremos el triunfo definitivo de la razón humana; porque entonces habremos alcanzado el conocimiento de la mente de Dios» (p. 238). Pero hasta el día de hoy, científicos y sabios siguen todavía  preguntándose y buscando el designio oculto de Dios.

Las religiones y el judeocristianismo se han atrevido a dar una respuesta dando reverentemente un nombre al Misterio,  llamándolo con mil nombres, todos insuficientes: Yavé, Alá, Tao, Olorum y principalmente Dios. 

El universo y toda la creación constituyen una especie de espejo en el que Dios se ve a sí mismo. Son  expansión de su amor, pues quiso  compañeros y compañeras a su lado. Él no es soledad, sino comunión de los Tres divinos –Padre, Hijo  y Espíritu Santo– y quiere incluir en esta comunión a toda la naturaleza y al hombre y a la mujer, creados a su imagen y semejanza.

Al decir esto, descansa nuestro preguntar cansado, pero ante el Misterio de Dios y de todas las cosas, continúa nuestro preguntar, siempre abierto a nuevas respuestas.

*Leonardo Boff ha escrito junto con el cosmólogo canadiense Mark Hathaway, El Tao de la liberación: explorando la ecología de la trasformación, Trotta 2012; La nueva visión del universo, Petrópolis 2022.

Cómo surge Dios den tro de la nueva visión del universo

Leonardo Boff*

Esta cuestión de Dios dentro de la moderna visión del mundo (cosmogénesis) surge cuando nos interrogamos: ¿qué había antes de antes y antes del big-bang? ¿Quién dio el impulso inicial para que apareciese aquel puntito, menor que la cabeza de un alfiler que después explotó? ¿Quién sustenta el universo como un todo para que siga existiendo y expandiéndose así  como cada uno de los seres que existen en él, ser humano incluido? 

¿La nada? Pero de la nada nunca sale nada. Si a pesar de eso aparecieron seres es señal de que Alguien o Algo los llamó a la existencia y los sustenta permanentemente. 

Lo que podemos decir sensatamente, antes de formular inmediatamente una respuesta teológica, es: antes del big bang existía lo Incognoscible y estaba en vigor el Misterio. Sobre el Misterio y lo Incognoscible, por definición, nada puede decirse literalmente. Por su naturaleza, el Misterio y lo Incognoscible son anteriores a las palabras, a la energía, a la materia, al espacio, al tiempo y al pensamiento.

Pues bien, sucede que el Misterio y lo Incognoscible son precisamente los nombres con los que las religiones, incluido el judeocristianismo, designan a Dios. Dios es siempre Misterio e Incognoscible. Ante Él, vale más el silencio que las palabras. Sin embargo, puede ser intuido por la razón reverente y sentido por el corazón inflamado. Siguiendo a Pascal, yo diría: creer en Dios no es pensar a Dios, sino sentirlo desde la totalidad de nuestro ser. Él emerge como una Presencia que llena el universo, se muestra como entusiasmo (en griego: tener un Dios dentro) dentro de nosotros y hace surgir en nosotros el sentimiento de grandeza, de majestad, de respeto y de veneración.

Esta percepción es típica de los seres humanos. Es innegable, poco importa que sea religioso o no.

Situados entre el cielo y la tierra, al mirar los millares de estrellas, contenemos la respiración y nos llenamos de reverencia. Y surgen naturalmente las preguntas:

¿Quién hizo todo esto? ¿Quién se esconde detrás de la Vía Láctea y dirige la expansión aún en curso del universo? En nuestros despachos refrigerados o entre las cuatro paredes blancas de un aula o en un círculo de conversación informal, podemos decir cualquier cosa y dudar de todo. Pero inmersos en la complejidad de la naturaleza e imbuidos de su belleza, no podemos permanecer callados. Es imposible despreciar el irrumpir de la aurora, permanecer indiferente ante el brotar de una flor o no contemplar con asombro a un recién nacido. Cada vez que nace un niño nos convence de que Dios sigue creyendo en la humanidad. Casi espontáneamente decimos: es Dios quien puso todo en movimiento y es Dios quien lo sostiene todo. Él es la Fuente originaria y el Abismo que todo alimenta, como dicen algunos cosmólogos. Yo diría: Él es el Ser que hace ser a todos los seres.

Al mismo tiempo surge otra pregunta importante: ¿por qué existe exactamente este universo y no otro y por qué nosotros hemos sido puestos en él? ¿Qué quiso expresar Dios con la creación? Responder a esta pregunta no es sólo una preocupación de la conciencia religiosa, sino de la ciencia misma. 

Como dice Stephen Hawking, uno de los más grandes físicos y matemáticos, en su conocido libro Breve historia del tiempo (1992): «Si encontramos la respuesta a por qué existimos nosotros y el universo, tendremos el triunfo definitivo de la razón humana; porque entonces habremos alcanzado el conocimiento de la mente de Dios» (p. 238). Pero hasta el día de hoy, científicos y sabios siguen todavía  preguntándose y buscando el designio oculto de Dios.

Las religiones y el judeocristianismo se han atrevido a dar una respuesta dando reverentemente un nombre al Misterio,  llamándolo con mil nombres, todos insuficientes: Yavé, Alá, Tao, Olorum y principalmente Dios. 

El universo y toda la creación constituyen una especie de espejo en el que Dios se ve a sí mismo. Son  expansión de su amor, pues quiso  compañeros y compañeras a su lado. Él no es soledad, sino comunión de los Tres divinos –Padre, Hijo  y Espíritu Santo– y quiere incluir en esta comunión a toda la naturaleza y al hombre y a la mujer, creados a su imagen y semejanza.

Al decir esto, descansa nuestro preguntar cansado, pero ante el Misterio de Dios y de todas las cosas, continúa nuestro preguntar, siempre abierto a nuevas respuestas.

*Leonardo Boff ha escrito junto con el cosmólogo canadiense Mark Hathaway, El Tao de la liberación: explorando la ecología de la trasformación, Trotta 2012; La nueva visión del universo, Petrópolis 2022

Principio-bondad:

un proyecto de vida

Leonardo Boff*

En términos de ética, no se deben juzgar los actos tomados solo en sí  mismos. Ellos remiten a un proyecto de fondo. Son concretizaciones de ese proyecto fundamental.

Todo ser humano de forma explícita o implícita se orienta por una decisión básica. Ella es la que confiere valor ético y moral a los actos que pavimentan su vida. Por tanto, ese proyecto  fundamental es el que debe ser tomado en cuenta y juzgar si es bueno o malo. Como ambos vienen siempre mezclados, el dominante es el que se traduce por actos que definen una dirección en la vida. Preservada, queda la constatación de que bien y mal siempre andan juntos. Dicho en otras palabras: la realidad es siempre ambigua y acolitada por el bien y por el mal. Nunca están solo el bien por un lado y el mal por el otro.

La razón de esto reside en el hecho de que nuestra condición humana, por creación y no por deficiencia, es siempre sapiente y demente, sombría y luminosa, con pulsiones de vida y con pulsiones de muerte. Y esto simultáneamente, sin que podamos separar, como dice el Evangelio, la cizaña del trigo.

No obstante esta ambigüedad, lo que de verdad cuenta es la dimensión predominante, si es luminosa o sombría, bondadosa o malvada. Y aquí se funda el proyecto fundamental de la vida. Él define la dirección y el camino se hace caminando. Ese camino puede conocer desvíos, pues así es la condición ambigua humana, pero siempre puede volver a la dirección definida como fundamental.

Los actos adquieren valor ético y moral a partir de ese proyecto fundamental. Él se afirma ante el tribunal de la conciencia, y para personas religiosas, es juzgado por Aquel que conoce nuestras intenciones más secretas y confiere el correspondiente valor al proyecto fundamental.

Seamos concretos: a alguien se le mete en la cabeza que quiere ser, a toda costa, rico. Todos los medios para tal proyecto son considerados válidos: habilidad, engaños, rupturas de contratos, golpes financieros y apropiaciones de fondos públicos, falsificando datos, aumentándoles el valor real y haciendo las obras sin la calidad exigida. Su proyecto es acumular bienes y ser rico. Es el principio-maldad, aunque haga algún bien aquí y allá y cuando es muy rico ayude a proyectos  benéficos. Pero siempre que no comprometan su proyecto básico de ser rico.

Otro se propone como proyecto fundamental ser siempre bueno, buscar la bondad en las personas e  intentar que sus actos se   alineen en esta dirección de bondad. Como es humano, en él también puede haber actos malos. Son desvíos del proyecto pero no son de tal envergadura que destruyan el proyecto fundamental de ser bueno. Se da cuenta de sus malos actos, se corrige, pide perdón y retoma el camino   de vida definido: procurar ser bueno. Esto implica ser siempre, cada día, mejor y nunca desistir frente a las dificultades y caídas personales. Lo decisivo es reasumir el principio-bondad que puede crecer siempre indefinidamente. Nadie es bueno hasta cierto punto y después se para, por estimar que alcanzó su fin. La bondad así como otros valores positivos no conocen limitaciones.

En nuestro país hemos vivido, incluyendo multitudes, bajo el principio-maldad. A partir de ese principio todo valía: la mentira, las fake news, la calumnia y la destrucción de biografias que, notoriamente, eran buenas. Fueron usados     de forma abusiva los medios digitales, inspirados en el principio-maldad. Por  esta razón, muchos miles de personas fueron víctimas de la Covid-19 cuando podrían    haberse salvado. Indígenas, como los yanomami, fueron considerados infrahumanos e,  intencionadamente, abandonados a su propia suerte. En estos fatídicos años de vigencia del principio-maldad más de 500 niños    yanomami murieron de hambre y de enfermedades derivadas del hambre. Se desmontaron las principales instituciones de este país como la salud pública, la educación, la ciencia y el cuidado de la naturaleza. Finalmente, de forma insidiosa, se intentó un golpe de estado buscando destruir la democracia e imponer un régimen dictatorial, culturalmente retrógrado y éticamente perverso por exaltar claramente la tortura.

En ellos había también el principio-bondad pero fue reprimido o cubierto de cenizas por malas acciones  que impedían su vigencia, sin destruirlo nunca totalmente porque  forma parte de la esencia de lo humano.

Pero el principio-bondad, a fin de cuentas siempre acaba triunfando. La llama sagrada que arde dentro de cada persona jamás puede ser apagada. Ella es la que sustenta la resistencia, inflama la crítica y confiere la fuerza invencible de lo justo y de lo recto. Era el principio-bondad que venía bajo el signo de la democracia, del estado de derecho y del respeto a los valores fundamentales del ciudadano.

A pesar de todas las artimañas, violencias, atentados, amenazas y uso vergonzoso de los aparatos de estado, comprando literalmente la voluntad de las personas o impidiéndoles    manifestar su voto, los que se orientaban por el principio-maldad fueron derrotados. Pero nunca hasta hoy han reconocido la derrota. Ellos siguen con su acción destructiva, que hoy ha adquirido dimensiones planetarias con el ascenso de la extrema derecha. Pero deben ser contenidos y ganados por el despertar del principio-bondad que se encuentra en ellos. Juzgados y castigados tendrán que aprender la bondad de la vida y el bien de todo un pueblo y  aportar su contribución.

En la historia conocemos tragedias de los que se aferraron al principio-maldad hasta el punto de poner fin a su propia vida en vez de rescatar humildemente el principio-bondad y su humanidad más profunda.

En este final nos inspira tal vez la palabra poética de un autor anónimo de hacia el año 900, que se canta en la fiesta cristiana de Pentecostés. Se refiere al Espíritu que actúa siempre en la naturaleza y en la historia:

Lava lo que es sórdido/Riega lo que es árido/Sana lo que está enfermo.

Dobla lo que es rígido/Calienta lo que es gélido/Guía lo desorientado.

*Leonardo Boff ha escrito El Espíritu Santo: fuego interior, dador de vida y Padre de los pobres, lPAVSA, Managua 2014.

Traducción de María José Gavito Milano