El descubrimiento de la Tierra

Leonardo Boff*

El ser humano es un ser curioso e insaciable. Está siempre inventando cosas y descubriendo nuevos seres. Desde que salió de África, hace algunos millones de años, fue descubriendo nuevas tierras, plantas, animales, ríos y lagos. Estaba especialmente interesado en metales, como los europeos del siglo XVI con hambre de oro y plata, igual que hoy día busca tierras ricas en litio y otros materiales para la alta tecnología. Descubrieron cómo se compone la materia, identificaron los elementos básicos de la vida, los genes, buscan descubrir la galaxia más distante para comprender cómo comenzó nuestro universo. No hay cosa que no quieran descubrir y darle un nombre. Y aún así no todos se descubrieron a sí mismos.

Una cosa, sin embargo, tardaron en descubrir: la propia Tierra. Sólo el 15 de septiembre de 1519 Fernando de Magallanes descubrió que la Tierra era redonda, cosa que los terraplanistas niegan. Pero la Tierra misma como planeta todavía no había sido descubierta. Fue necesario que los astronautas saliesen de la Tierra y desde afuera, desde sus naves espaciales o desde la Luna descubriesen, maravillados, la Tierra.

Tal vez el sentido secreto de los viajes al espacio exterior haya sido ese significado profundo expresado con fina intuición por el astronauta J. P. Allen: “Se discutió mucho los pros y los contras con referencia a los viajes a la Luna; no oí a nadie argumentar que deberíamos ir a la Luna para poder ver la Tierra desde allí. Después de todo, esta fue seguramente la verdadera razón de haber ido a la Luna”.

Traigo aquí los testimonios de otros astronautas, contenidos en un riquísimo libro de Frank White, The Overview Effect: space exploration and human evolution, Boston 1987.

Sigmund Jähn, otro astronauta, al regresar a la Tierra expresó así la modificación de su conciencia: “Ya se han superado las fronteras políticas y también las fronteras de las naciones. Somos un único pueblo y cada uno es responsable del mantenimiento del frágil equilibrio de la Tierra. Somos sus guardianes y debemos cuidar del futuro común”.

Impresionante y lleno de reverencia es el testimonio del astronauta Gene Cernan: “Yo fui el último hombre en pisar la Luna en  diciembre de l972. Desde la superficie lunar miraba con temor reverencial hacia la Tierra en un transfondo de azul muy oscuro. Lo que yo veía era demasiado hermoso para ser comprendido, demasiado lógico, lleno de propósito para ser fruto de un mero accidente cósmico. Me sentía, interiormente, obligado a alabar a Dios. Dios debe existir por haber creado aquello que yo tenía el privilegio de contemplar”.

Esa percepción de haber contemplado la Tierra desde fuera de la Tierra, “un pálido punto azul”, “que se esconde detrás de nuestro pulgar” circulando alrededor de un sol de suburbio, de quinta grandeza, en la inmensidad oscura del universo, suscitó en los astronautas un sentimiento de sacralidad y de responsabilidad: la Tierra es pequeña y frágil, agraciada con una naturaleza exuberante y con una inmensidad de formas de vida, superpoblada por seres inteligentes, los humanos, que infelizmente viven litigando entre sí y no consiguen ponerse de acuerdo como lo hacen los tres billones de células de su cuerpo. Viven disputando espacios y pedazos de la Tierra, sabiendo que ella es de todos y que desde allá arriba no se notan los límites de las naciones, trazados arbitrariamente por los seres humanos. Tierra y humanidad forman una única entidad, con el mismo destino. Somos Tierra que siente, piensa y ama.

Hoy estamos descubriendo que nosotros somos los principales responsables de la devastación que está ocurriendo en los principales biomas. Hasta hemos inventado un nombre para esa agresividad, la era del antropoceno que lentamente está cambiando a la era del necroceno (matanza de especies) y, finalmente, del piroceno (los grandes incendios forestales). Nos cuesta aceptar nuestra responsabilidad colectiva, especialmente a algunos CEOs de grandes empresas e incluso al demencial presidente de la mayor potencia devastadora de la Tierra, el angel de la muerte, que se declara un negacionista asumido.

Depués de haber hecho el descubrimiento de la Tierra, tenemos que descubrir nuestra responsabilidad y el imperativo ético que nos fue impuesto, expresado claramente e la Escrituras: el de ser “los cuidadores y guardas del Jardín del Edén” (Gn 2,15). Pero como reconoció el gran biólogo E.Wilson nos hemos vuelto el “Satán de la Tierra” y transformamos el Jardín del Edén “en un matadero”.

¿Hasta dónde puede llegar nuestra locura? Hasta la autodestrucción, ya que hemos creado todos los medios para eso? ¿O nos salvará el principio esperanza que suscita en nosotros nuevas utopías y cambios de dirección? Estas han ocurrido en la historia. Quien sabe, tal vez descubramos nuestro lugar en el conjunto de los seres, como regeneradores y salvadores de la Casa Común, que nos garantizarían aún otro tipo de futuro, distinto de este, sombrío y ultra-calentado.

Creemos en San Pablo: “la esperanza nunca nos defraudará (Romanos 5,5)”. Lo que nos queda es el esperanzar de Paulo Freire, usar todos los medios para volver lo posible imposible, y lo probable, improbable. Entonces tendríamos todavía futuro. Y lo habrá.

*Leonardo Boff ha escrito La Tierra en la palma de la mano, Vozes 2016; Cuidar de la Casa Común, Vozes 2024.

Die lebendige Erde bringt alle Lebewesen und uns hervor

            Leonardo Boff

Wir müssen unser gemeinsames Zuhause, die Erde, besser kennen lernen. Das Leben ist nicht nur auf der Erde und bewohnt Teile der Erde (Biosphäre). Die Erde selbst als Ganzes entpuppt sich als ein lebendiger Superorganismus. Die Erde ist lebendig. In einem einzigen Gramm Erde, also in weniger als einer Handvoll, befinden sich zum Beispiel etwa 10 Milliarden Mikroorganismen: Bakterien, Pilze und Viren (Wilson, Creation, S. 26). Sie sind unsichtbar, aber immer aktiv, um die Erde lebendig und fruchtbar zu halten. Die Erde, die so voller Leben ist, ist die Mutter, die alle Lebewesen hervorbringt.

Diese Beobachtung zwingt uns, genauer über die Frage des Lebens nachzudenken. Sowohl für Einstein als auch für Bohr „liegt das Leben jenseits des Fassungsvermögens der wissenschaftlichen Analyse“ (N. Bohr, Atomphysik und menschliche Erkenntnis, 1956, vgl. Licht und Leben, S. 6). Die Anwendung der Quantenphysik, der Komplexitätstheorie (Morin), der Chaostheorie (Gleick, Prigogine) und der Gen- und Molekularbiologie (Maturana, Capra) hat jedoch gezeigt, dass das Leben den Einbruch des gesamten Evolutionsprozesses darstellt, von den ursprünglichsten Energien und Teilchen, über das Urgas, die Supernova, die Galaxien, den kosmischen Staub, die Geosphäre, die Hydrosphäre, die Atmosphäre und schließlich die Biosphäre. Wie der Biologie-Nobelpreisträger von 1974, Christian du Duve, feststellt: „Kohlenstoff, Wasserstoff, Stickstoff, Sauerstoff, Phosphor und Schwefel bilden den Großteil der lebenden Materie“ (Vital Dust 1995, S. 1).

Es war eine besondere Arbeit von Ilya Prigogine, Nobelpreisträger für Chemie im Jahr 1977, zu zeigen, dass die Anwesenheit chemischer Elemente nicht ausreicht. Sie tauschen ständig Energie mit der Umgebung aus. Sie verbrauchen viel Energie und erhöhen daher die Entropie (Erschöpfung der nutzbaren Energie). Er nannte sie zu Recht dissipative (Energie verschwendende) Strukturen. Aber sie sind auch in einem zweiten, paradoxen Sinne dissipative Strukturen, weil sie Entropie dissipieren. Lebewesen produzieren Entropie und geben gleichzeitig Entropie ab. Sie verstoffwechseln die Unordnung und das Chaos der Umwelt zu komplexen Ordnungen und Strukturen, die sich selbst organisieren, der Entropie entkommen und Negentropie bzw. negative Entropie erzeugen, und im positiven Sinne Syntropie erzeugen (Order out of Chaos 1984).

Was für den einen Unordnung ist, ist für den anderen Ordnung. Durch ein prekäres Gleichgewicht zwischen Ordnung und Unordnung (Chaos: Dupuy, Ordres et Désordres, 1982) wird das Leben aufrechterhalten (Ehrlich, The Mechanism of Nature, 1993, 239-290).

Dies gilt auch für uns Menschen. Es entstehen zwischen uns Beziehungs- und Lebensformen, in denen die Syntropie (Energieersparnis) gegenüber der Entropie (Energieverschwendung) überwiegt. Denken, Kommunikation durch Worte, Solidarität und Liebe sind sehr starke Energien mit einem niedrigen Entropie- und einem hohen Syntropie-Niveau. Aus dieser Perspektive stehen wir nicht vor dem Wärmetod, sondern vor der Verklärung des kosmogenischen Prozesses, der sich in höchst geordneten, kreativen und vitalen Ordnungen offenbart. Diese Zukunft ist für uns ein Mysterium.

Es genügt, auf die Forschungen des englischen Arztes und Biologen James E. Lovelock und der Biologin Lynn Margulis (Gaia, 1989; 1991; 2006; Gaia; Lutzemberger, 1990, Gaia; Lynn Margulis, 1990, Mikrokosmos) zu verweisen, die herausfanden, dass es unter der Einwirkung des Sonnenlichts eine subtile Abstimmung zwischen allen chemischen und physikalischen Elementen, zwischen der Hitze der Erdkruste, der Atmosphäre, den Gesteinen und den Ozeanen gibt, und zwar auf eine Weise, die die Erde für lebende Organismen gut, wenn nicht sogar ausgezeichnet macht. Sie erscheint somit als ein gewaltiger, lebender Superorganismus, der sich selbst reguliert und den James E. Lovelock Gaia nannte, nach der klassischen Bezeichnung für die Erde unserer griechischen Vorfahren.

Ihm ging der russische Geochemiker Wladimir Wernadski (1863–1945) voraus, der das Konzept der Biosphäre (1926) entwickelte, das eine globale Ökologie des Planeten Erde als Ganzes vorschlug und das Leben als einen planetarischen ökologischen Akteur betrachtete. Aber es war Lovelocks Name, der herausstach.

Auf der Erde wiederum herrscht seit Abermillionen von Jahren eine Durchschnittstemperatur zwischen 15 und 35 Grad Celsius, was die optimale Temperatur für lebende Organismen darstellt. Erst jetzt hat eine neue Ära begonnen: die der Erwärmung.

Die symphonische Artikulation der vier grundlegenden Wechselwirkungen des Universums wirkt weiterhin synergetisch, um den gegenwärtigen kosmologischen Zeitpfeil hin zu zunehmend relationalen und komplexen Formen von Wesen aufrechtzuerhalten. Sie bilden sozusagen die innere Logik des evolutionären Prozesses, die Struktur, oder besser gesagt, den ordnenden Geist des Kosmos selbst. Es lohnt sich, die berühmte Aussage des britischen Physikers Freeman Dyson (*1923) zu zitieren: „Je mehr ich das Universum und die Details seiner Architektur untersuche, desto mehr Beweise finde ich dafür, dass das Universum wusste, dass wir eines Tages in der Zukunft auftauchen würden“ (Disturbing the Universe, 1979, S. 250).

Diese Sichtweise besagt, dass das Universum aus einem immensen Beziehungsgeflecht besteht, so dass jedes Wesen durch den anderen, für den anderen und mit dem anderen lebt; dass der Mensch ein Knoten von Beziehungen ist, die in alle Richtungen weisen; und dass die Gottheit selbst sich als eine pan-relationale Realität offenbart, wie Papst Franziskus in seiner Enzyklika Lautato Si (Nr. 239) betont. Wenn alles Beziehung ist und nichts außerhalb der Beziehung existiert, dann ist das universellste Gesetz die Synergie, die Syntropie, die Inter-Retro-Beziehung, die Zusammenarbeit, die kosmische Solidarität und die universelle Gemeinschaft und Geschwisterlichkeit. Daran mangelt es uns in der heutigen Welt.

Diese Vision von Gaia kann unser Zusammenleben mit der Erde neu verzaubern und uns dazu bringen, eine Ethik der notwendigen Verantwortung, des Mitgefühls und der Fürsorge zu leben, Haltungen, die das Leben auf unserem gemeinsamen Haus, der Erde, retten werden.

Leonardo Boff Philosoph und Ökologe, Autor von: Opção Terra,Record, RJ 2009;Habitar a Terra, Vozes 2021.

Übersetzung von Bettina Goldhartnack

O descobrimento da Terra

Leonardo Boff

O ser humano é um ser curioso e insaciável. Está sempre inventando coisas e descobrindo novos seres. Desde que saiu da África, há alguns milhões anos, foi descobrindo novas terras, plantas, animais, rios e lagos. Especialmente estavam interessados em metais, como como os europeus do século XVI com fome de ouro e de prata  e  hoje em nossos dias, a busca de terras ricas que contém o lítio e outros materiais para a alta tecnologia. Descobriram como se compõe a matéria, identificaram os elementos básicos da vida,os genes, buscam descobrir a galáxia mais distante para compreender como começou o nosso universo. Não há coisa que ele não queiram descobrir e dar-lhe um nome.E ainda assim nem todos descobriram a si mesmos.

Uma coisa, entretanto, tardaram em descobrir, a própria Terra. Só em 15 de setembro de 1519 por Fernão de Magalhães descobriu que a Terra era redonda, coisa que terraplanista negam. Mas a Terra mesma como planeta não havia sido ainda descoberta. Foi preciso que astronautas saíssem da Terra e lá de fora, de suas naves espaciais ou da Lua descobrissem,maravilhados, a Terra.

Talvez o sentido secreto das viagens ao espaço exterior tenha tido esse significado profundo, com fina intuição expresso pelo astronauta J. P. Allen: “Discutiu-se muito, os prós e os contras com referência às viagens à Lua; não ouvi ninguém argumentar que deveríamos ir à Lua para poder ver a Terra de lá.  Depois de tudo, esta foi seguramente a verdadeira razão de termos ido à Lua”.

Trago aqui o testemunho de outros astronautas,contidos num riquíssimo livro de      Frank White, The Overview Effect: space exploration and human evolution,Boston 1987.

Sigmund Jähn, outro astronauta, ao regressar à Terra expressou assim a modificação de sua consciência: “Já são ultrapassadas as fronteiras políticas. Ultrapassadas também as fronteiras das nações. Somos um único povo e cada um é responsável pela manutenção do frágil equilíbrio da Terra. Somos seus guardiães e devemos cuidar do futuro comum”.

Impressionante e cheio de reverência é o testemunho do astronauta Gene Cernan: “Eu fui o último homem a pisar na Lua em dezembro de l972. Da superfície lunar olhava com temor reverencial para a Terra num transfundo de azul muito escuro. O que eu via era demasiadamente belo para ser compreendido, demasiadamente lógico, cheio de propósito para ser fruto de um mero acidente cósmico.  A gente se sentia, interiormente, obrigado a louvar a Deus. Deus deve existir por ter criado aquilo que eu tinha o privilégio de contemplar”.

Essa percepção de ter contemplado a Terra de fora da Terra, “um pálido ponto azul”, “que se esconde atrás de nosso polegar” circulando ao redor de um sol de subúrbio, de quinta grandeza, na imensidão escura do universo, suscitou nos astronautas um sentimento de sacralidade e de responsabilidade: a Terra é pequena e frágil, galardoada por uma exuberante natureza e com uma imensidade de formas de vida, superpovoada por seres inteligentes, os humanos, que infelizmente, vivem litigando entre si e não conseguem pôr-se de acordo como o fazem as três trilhões de células de seu corpo. Vivem disputando por espaços e  por pedaços da Terra, sabendo que ela é de todos e de lá de cima não se notam os limites das nações, traçados arbitrariamente pelos seres humanos. Terra e Humanidade formam uma única entidade com o mesmo destino.Somos Terra que sente, pensa e ama.

Hoje estamos descobrindo que nós somos os principais responsáveis pela devastação que está ocorrendo nos principais biomas. Inventamos até um nome para essa agressividade, a era do antropoceno que lentamente está mudando para a era do necroceno (matança de espécies) e, por fim, do piroceno (os grandes incêndios florestais). Custa-nos aceitar a nossa responsabilidade coletiva pois há muitos, especialmente CEOs de grande empresas e mesmo do presidente tresloucado da maior potência devastadora da Terra que se declara um negacionista assumido.

Depois de termos feito o descobrimento  da Terra, temos que descobrir a nossa responsabilidade e o imperativo ético que nos foi imposto, claramente expresso nas Escrituras: o de sermos os “os cuidadores e guardadores do jardim do Éden”(Gn 2,15). Mas como reconheceu o grande biólogo E.Wilson fizemo-nos o “Satã da Terra” e transformamos o jardim do Éden “num matadouro”.

Até onde pode chegar a nossa loucura? Até a autodestruição, já que criamos todos os meios para isso? Ou nos salvará o princípio esperança que nos suscita novas utopias e mudanças de direção? Essas ocorreram na história. Quem sabe, descubramos nosso lugar no conjunto dos seres, como regeneradores e salvadores da Casa Comum, que nos garantiriam ainda um outro tipo de futuro,diverso desse, sombrio e ultra-aquecido.

Cremos em São Paulo:”a esperança nunca nos defraudará (Romanos 5,5)”. O que nos resta é o esperançar de Paulo Freire, usar todos os meios para tornar o possível, impossível, e o provável,improvável. Aí então teríamos ainda futuro. E haverá.

Leonardo Boff escreveu A Terra na palma da mão, Vozes 2016; Cuidar da Casa Comum, Vozes 2024.

La Tierra viva engendra a todos los seres vivos y a nosotros

Leonardo Boff*

Necesitamos conocer más y mejor nuestra Casa Común, la Tierra. La vida no está solo sobre la Tierra ocupando partes de la Tierra (biosfera). La Tierra misma, como un todo, emerge como un superorganismo vivo. La Tierra está viva. Por ejemplo, en un sólo gramo de tierra, o sea, en menos de un puñado, viven cerca de 10 mil millones de microorganismos: bacterias, hongos y virus (Wilson, Criação, p. 26). Son invisibles pero están siempre activos, trabajando para que la Tierra permanezca viva y fértil. La Tierra así llena de vida es la madre que genera a todos los seres vivos.

         Tal constatación nos obliga a una reflexión más detenida sobre el tema de la vida. Tanto para Einstein como para Bohr “la vida sobrepasa la capacidad de comprensión del análisis científico” (N.Bohr, Atomic Physics and human knowledge,1956 cp. Light and Life, p.6). Sin embargo la aplicación de la física cuántica, de la teoría de la complejidad (Morin), del caos (Gleick, Prigogine) y de la biología genética y molecular (Maturana, Capra) mostraron que la vida representa la irrupción de todo el proceso evolutivo, desde las energías y partículas más originarias, pasando por el gas primordial, las supernovas, las galaxias, el polvo cósmico, la geosfera, la hidrosfera, la atmósfera y finalmente la biosfera. Como afirma el premio Nobel de biología de 1974, Christian de Duve: “el carbono, el hidrógeno, el nitrógeno, el oxígeno, el fósforo y el azufre forman la mayor parte de la materia viva” (Vital Dust 1995 cp. 1).

         Fue obra especial de Ilya Prigogine, premio Nobel de química en 1977, mostrar que no basta la presencia de los elementos químicos. Ellos intercambian continuamente energía con el medio ambiente. Consumen mucha energía y por eso aumenta la entropía (desgaste de la energía utilizable). Él las llamó, con razón, estructuras disipativas (gastadoras de energía). Pero son igualmente estructuras disipativas en un segundo sentido, paradójico, por disipar la entropía. Los seres vivos producen entropía y al mismo tiempo escapan de la entropía. Ellos metabolizan el desorden y el caos del medio ambiente en órdenes y estructuras complejas que se autoorganizan, huyendo de la entropía producen negentropía, entropía negativa; positivamente, producen sintropía (Order out of Chaos 1984).

           Lo que es desorden para uno sirve de orden para otro. Es a través de un equilibrio precario entre orden y desorden (caos: Dupuy, Ordres et Désordres, 1982) como se mantiene la vida (Ehrlich, O mecanismo da natureza, 1993, 239-290).

           Esto vale también para nosotros los humanos. Entre nosotros se  originan formas de relación y de vida en las cuales predomina la sintropía (economía de energía) sobre la entropía (desgaste de energía). El pensamiento, la comunicación por la palabra, la solidaridad, el amor son energías fortísimas con escaso nivel de entropía y alto nivel de sintropía. En esta perspectiva tenemos por delante no la muerte térmica, sino la transfiguración del proceso cosmogénico revelándose en órdenes supremamente ordenados, creativos y vitales. Ese futuro es un misterio para nosotros.

           Bástenos la referencia a las investigaciones del médico y biólogo inglés James E. Lovelock y de la bióloga Lynn Margulis ( Gaia, 1989; 1991; 2006;, Gaia; Lutzemberger, 1990, Gaia; Lynn Margulis, 1990, Microcosmos) que constataron que existe un equilibrio sutil entre todos los elementos químicos, físicos, entre el calor de la corteza terrestre, la atmósfera, las rocas, los océanos, todos bajo los efectos de la luz solar, de suerte que hacen la Tierra buena y óptima para los organismos vivos. La Tierra surge así como un inmenso superorganismo vivo que se autorregula, llamado por James E. Lovelock, Gaia, según la denominación clásica de la Tierra de nuestros antepasados culturales griegos.

           Lovelock fue precedido por el geoquímico ruso Vladimir Vernadsky (1863-1945), que elaboró el concepto de biosfera (1926) y propuso una ecología global del planeta Tierra como un todo, considerando la vida como un actor ecológico planetario. Pero el nombre de Lovelock fue el que se impuso.

           La Tierra a su vez mantuvo durante millones y millones de años la temperatura media entre l5º-35º, lo que representa la temperatura óptima para los organismos vivos. Solamente ahora ha comenzado una nueva era, la del calentamiento.

           La cuatro interacciones básicas del universo continúan en una articulación sinfónica actuando sinérgicamente para el mantenimiento de la actual flecha cosmológica del tiempo rumbo a formas cada vez más relacionales y complejas de seres. Ellas, en verdad, constituyen la lógica interna del proceso evolutivo, por así decir, la estructura, mejor dicho, la mente ordenadora del propio cosmos. Merece la pena citar la famosa afirmación del físico británico Freeman Dyson (*1923): “cuanto más examino el universo y los detalles de su arquitectura, más evidencias encuentro de que el universo sabía que un día, más adelante, iríamos a surgir” (Disturbing the Universe, 1979, p. 250).

           Esta visión sustenta que el universo está constituido por un inmenso tejido de relaciones de tal forma que cada uno vive por el otro, para el otro y con el otro; que el ser humano es un nudo de relaciones vuelto hacia todas las direcciones; y que la propia Divinidad se revela como una Realidad panrelacional como el Papa Francisco enfatiza en su encíclica Laudato Si (n.239). Si todo es relación y no existe nada fuera de ella, entonces la ley más universal es la sinergia, la sintropía, la inter-retro-relación, la colaboración, la solidaridad cósmica y la comunión y fraternidad/sororidad universales. Es lo que nos falta en el mundo actual.

           Esta visión de Gaia podrá recomponer nuestra convivencia con la Tierra y hacer que vivamos una ética de la responsabilidad necesaria, de la compasión y del cuidado, actitudes que salvarán la vida en la Casa Común, la Tierra.

*Leonardo Boff, filósofo y ecólogo ha escrito Opción Tierra, Record, RJ 2009; Habitar la Tierra, Vozes 2021.

Traducción de José María Gavito Milano