Nuestra responsabilidad en la era del piroceno

Leonardo Boff*
Con la irrupción del piroceno (la Tlierra 
bajo fuego) mostrándose en la mayoría de 
los continentes con incendios que nos 
asustan por su tamaño, surge la 
pregunta: ¿Cuál es nuestra 
responsabilidad frente esta tragedia? 

Esta pregunta es válida porque gran parte 
de los incendios, especialmente en Brasil, 
habrían sido causados por los seres 
humanos. Nuestra responsabilidad, sin 
embargo, es proteger los ecosistemas y el 
planeta vivo, Gaia, la Madre Tierra, pero 
parecemos un ángel exterminador  del 
Apocalipsis. 

Para superar nuestro sentimiento de 
desolación y miedo del fin de la especie, 
como resultado de la tierra hirviendo, 
estamos obligados a hacer una seria 
reflexión para comprender mejor nuestra 
responsabilidad por tales 
acontecimientos devastadores.  

La Tierra y la naturaleza no son un reloj 
montado de una vez por todas.  Provienen 
de un largo proceso evolutivo y cósmico 
que dura 13.700 millones de años. El 
“reloj” se fue armando poco a poco, los 
seres fueron apareciendo desde los más 
simple a los más complejos. Todos los 
factores que entran en la constitución de 
nuestro ecosistema con nuestros 
planetas y organismos poseen su 
naturaleza ancestral, su latencia y 
después su emergencia. Todos ellos 
poseen su historia, irreversible, propia de 
cada tiempo histórico. El principio 
cosmogénico actúa permanentemente. 

Ilya Prigogine, premio Nobel  en 1977, 
mostró que los sistemas abiertos como la 
Tierra, la naturaleza y el universo ponen 
en jaque el concepto clásico de tiempo 
lineal, postulado por la física clásica. El 
tiempo no es ya un merlo parámetro de 
movimiento sino la medida de los 
desarrollos internos de un mundo en 
proceso permanente de cambio, de paso 
del desequilibrio hacia niveles más altos 
de equilibrio (cf. Entre o tempo e a 
eternidade, Companhia das Letras, S. 
Paulo 1992, 147ff).  Es la cosmogénesis. 

La naturaleza se presenta como un 
proceso de autotrascendencia; al 
evolucionar se autosupera creando 
órdenes nuevos. En ella opera el principio 
cosmogénico  (energía creadora), que 
está siempre en  acción, mediante el cual 
todos los seres  van surgiendo  y en la 
medida de su complejidad van también 
superando  la inexorabilidad de la 
entropía, propia de los sistemas cerrados. 
Esta auto-trascendencia de los seres en 
evolución puede apuntar a aquello que las 
religiones y las tradiciones espirituales 
llamaron siempre Dios, la más absoluta  
transcendencia o aquel futuro que ya no  
es la “muerte térmica”; al contrario, es la  
culminación suprema de orden, de  
armonía y de vida (cf. Peacoke, AR,   
Creation and the World of Science , Oxford  
Univ. Press, Oxford l979; Pannenberg,  W   
Toward a Theology of Nature . Essays on 
Science and Faith, John Knox Press, 1993 
29-49). 

Esta observación nuestra cómo es de 
irreal la separación rigurosa entre  
naturaleza e historia, entre el mundo y el 
ser humano, separación que consolidó y 
legitimó tantos otros dualismos. Todos 
están dentro de un inmenso movimiento: 
la cosmogénesis. Como todos los seres, 
el ser humano con su racionalidad, su 
capacidad de comunicación y de amor es 
también el resultado de este proceso 
cósmico.

Forman parte de su constitución las 
energías y todos los elementos que 
maduraron en el interior de las grandes 
estrellas rojas desde hace mil millones de 
años. Poseen la misma ancestralidad del 
universo. Existe una solidaridad de origen 
y también de destino con todos los  
demás seres del universo. No puede 
considerarse fuera del principio 
cosmogénico, como un ser errático 
enviado a la Tierra por alguna Divinidad 
creadora. Si aceptamos esta Divinidad 
debemos decir que todos los seres son 
enviados por Ella, no solo el ser humano. 
Esta inclusión del ser humano en el 
conjunto de los seres y como resultado de 
un proceso cosmogénico impide la 
persistencia del antropocentrismo (que 
concretamente es un androcentrismo,  
centrado en el varón con exclusión de la  
mujer).  Este revela una visión estrecha 
desgarrada de los demás seres. Afirma 
que el único sentido de la evolución y de  
la existencia de los demás consistiría en 
la producción del ser humano, hombre y 
mujer. 

Lógico, el universo entero se hizo 
cómplice en la gestación del ser humano 
pero no solo en la de él, sino también en la 
de los otros seres. Todos estamos 
interconectados y dependemos de las 
estrellas. Ellas son las que convierten el  
hidrógeno en helio y de la combinación de 
ambos proviene el oxígeno, el carbono, el  
nitrógeno, el fósforo y el potasio, sin los 
cuales no existirían los aminoácidos ni las  
proteínas indispensables para la vida. Sin 
la radiación estelar liberada en este 
proceso cósmico, millones de estrellas se 
enfriarían y el sol posiblemente no  
existiría y sin él no habría vida ni nosotros 
estaríamos aquí escribiendo sobre estas 
cosas. 

Sin la pre-existencia del conjunto de los 
factores propicios a la vida que se fueron 
elaborando en miles de millones de años y 
a partir de la vida en general como un 
subcapítulo la vida humana, jamás habría 
surgido el individuo personal que somos 
cada uno de nosotros. Nos pertenecemos 
mutuamente: los elementos primordiales 
del universo, las energías que están 
activas desde el big-bang, los demás 
factores que constituyen el cosmos y 
nosotros mismos como especie que 
irrumpió cuando el 99,98% de la Tierra 
estaba lista. A partir de esto debemos 
pensar cosmocéntricamente y actuar 
ecocéntricamente. 

Importa, pues, dejar atrás como ilusorio y 
arrogante todo antropocentrismo y 
androcentrismo. No debemos, sin 
embargo, confundir el antropocentrismo 
con el principio  antrópico (formulado en 
l974 por   Brandon Carter, cf. Alonso, J. M.,  
Introducción al principio antrópico, 
Encuentro Ediciones, Madrid l989). 

Por él se quiere expresar lo siguiente: 
solamente podemos hacer las reflexiones 
que estamos haciendo porque somos 
portadores de conciencia, sensibilidad e 
inteligencia. No son las amebas, ni los 
sabiás o los caballos quienes poseen esta 
facultad. Recibimos de la evolución tales 
facultades para exactamente hablar de 
todo esto y facultar a la Tierra para 
contemplar a través de nosotros a sus 
hermanos los planetas y demás estrellas 
y a nosotros pudiendo vivir y celebrar la 
vida. De ahí decimos que somos Tierra 
que siente, piensa y ama. Para eso 
existimos en medio de los demás seres 
con los cuales nos sentimos conectados. 
Esa singularidad nuestra no nos lleva a 
romper con ellos, pues nos incluimos en 
todo lo que vemos. Puesto que somos 
seres de conciencia, de sensibilidad y de 
inteligencia surge en nosotros un 
imperativo ético:  nos corresponde a  
nosotros cuidar a la Madre Tierra, velar 
por todas las condiciones que le permiten 
continuar viva y dar vida. 

En estos momentos nos enfrentamos al 
mayor desafío de nuestra existencia en la 
Tierra: no permitir que el fuego la 
destruya, como está escrito  también en  
las Escrituras cristianas. Si esto sucede, 
será por nuestra irresponsabilidad y falta 
de cuidado. Hemos inaugurado la era del 
antropoceno.  Es decir, no es un meteoro 
rasante el que está  amenazando la vida 
en la  Tierra. En este momento, el punto 
culminante, tal vez final del antropoceno, 
es el piroceno, la era del fuego. El fuego 
se ha apoderado de la Tierra. Hasta hace 
poco controlábamos el fuego. Ahora el 
fuego nos controla. Podría hacer que el 
planeta se volviera inhabitable. 

De esto derivamos nuestra 
responsabilidad de salvar el planeta para 
que no sucumba a los efectos del fuego y 
garantice su biocapacidad de entregarnos 
todo lo que necesitamos para sobrevivir y 
sostener nuestra civilización, que debe 
cambiar radicalmente. De nosotros 
depende si tendremos futuro o si seremos 
incinerados por el fuego.

*Leonardo Boff escribió Cuidar da Terra-
proteger a vida, Record 2010; Cuidar da 
Casa comum , Vozes 2024; Habitar a 
Terra, 2023

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